Aquél que oye durante la noche los martillos de los monederos falsos, que son solamente astrónomos activos.
lunes, junio 13, 2011
06
-¡Ahí va, pero qué tonta soy!- exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno-. ¿Sabes qué había creído siempre?- me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda-. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son -su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y cometas y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso-, tal como siempre las ha visto, eran verle a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
sábado, mayo 21, 2011
Debo fingir...
Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.
jueves, abril 21, 2011
Aunque parezca muy desordenado, creo que debería insertar aquí un párrafo para responder a un par de preguntas embarazosas. En primer lugar, ¿por qué seguía sentado en el coche? ¿Por qué no salía, por ejemplo, mientras estábamos parados ante un semáforo? Y lo que es aún más evidente, ante todo, ¿por qué me había metido en el coche...? Hay, para mí al menos, una docena de respuestas a estas preguntas, y todas ellas, aunque confusas, suficientemente válidas. Pero creo que puedo omitirlas y limitarme a reiterar que era 1942, que yo tenía veintitrés años, acaba de alistarme, acababa de darme cuenta de la eficacia de mantenerse junto al rebaño y, sobre todo, me sentía solo. Uno se mete sencillamente en los coches repletos y se queda allí sentado, así lo veo yo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)