domingo, enero 04, 2009

Mi primera disipación

Compré postres y vinos en tal cantidad, que cuando vi las botellas alineadas en la despensa (a pesar de faltar ya dos), me asusté creyendo que había cometido un disparate.

Los amigos de Steerforth eran muy animados, alabaron mis habitaciones y creyéndome demasiado joven para presidir la mesa, rogué a Steerforth que lo hiciera, y ocupé el asiento opuesto al suyo.

La comida estuvo riquísima, no escaseamos el vino, y Steerforth procuró llevar las cosas de tal modo, que no hubo intermedio alguno en el festín. Yo estuve algo inquieto; sentado enfrente de la puerta, veía que el joven ajustado para servir la mesa entraba y salía en la despensa con mucha frecuencia, y su sombra se proyectaba después en la pared, siempre empinando la botella. La muchacha que fregaba los platos me causaba también gran inquietud, no porque los dejara sucios, sino porque, no pudiendo dominar su curiosidad, solía asomarse a la puerta de vez en cuando, y temerosa de que la vieran, volvía de prisa a su ocupación, tropezaba con una pila de platos, y ocurría una catástrofe.

Pasó todo, sin embargo, y apenas sirvieron los postres, dispuse que bajaran ambos a la portería a hacer compañía a la señora Crupp, toda vez que el criado no podía hablar siquiera, y quedé tranquilo procurando divertirme todo lo posible.

Empecé a charlar por los codos, me reí con toda mi alma de mis propios chistes, reñí a Steerforth por no pasarme la botella con más frecuencia y anuncié que hasta nueva orden todas las semanas se repetiría el festín. Brindé repetidas veces por Steerforth, diciendo que era mi mejor amigo, que había sido el protector de mi infancia y me complacía en brindar por él.

No contentos con beber, fumamos mucho, y cuando empezaba a notar cierto malestar, cuya causa ignoraba, oí que Steerforth pronunciaba un discurso, encomiándome de tal modo que las lágrimas inundaron mis ojos y los invité a todos para que comieran diariamente conmigo, a las cinco en punto, a fin de tener después una larga velada para divertirnos.
Pasó un rato durante el cual me reproché amargamente haber fumado y oí que alguien proponía ir al teatro. Apagamos las luces, cerramos bien la puerta y bajamos uno tras otro; al llegar abajo hubo alguien que rodó; dijeron que era Copperfield y me enfadé, aunque no dejé de comprender que debían de tener razón.
La noche era oscura y neblinosa; los faroles proyectaban vacilantes reflejos. No sé cómo, me encontré apoyado en el poste de un farol, viendo que Steerforth me sacudía la ropa y arreglaba el sombrero, que estaba abollado sin que pudiera explicarme la razón.

-¿Te encuentras bien Copperfield?- me preguntó Steerforth.
-
Me...e...e...jor...r... que... nunca...- repuse, pero no pude darme cuenta de nada hasta encontrarme en un sitio muy alto, en el cual hacía mucho calor, frente a frente de un escenario, donde había mucha gente hablando, sin que pudiera entender lo que decían. Había mucho de todo. El edificio entero y todo cuanto contenía se balanceaba mirándome, y cuando yo intentaba enderezarlo, ocurrían cosas muy raras.

Mis compañeros se empeñaron en que bajásemos al foyer y bajé con ellos; alguien me empujó, y sin saber cómo, me encontré en un palco que tenía la puerta abierta, dentro del cual había dos señoras que me miraban indignadas. Una de ellas era desconocida para mí, lo mismo que el caballero que las acompañaba; la otra se parecía tanto a Inés, que me pareció ella misma, mirándome con expresión de dolorosa sorpresa. La ilusión fue tanta, que exclamé sin darme cuenta:

-
¡Inés! ¡Inés!
-¡Silencio! -repuso-; molestas al público. ¡Mira al escenario!
Era Inés en persona, y procuré complacerla; pero fue inútil; la miré a ella y vi que se había retirado al antepalco y apoyaba la cabeza en una de sus manos.

-
¿No te encuentras bien?- pregunté.
-
Sí, Trotwood; no te preocupes de mí. ¿Vas a irte pronto?
Sentí la necia intención de responder que me esperaría para llevarla del brazo hasta la puerta, y debí expresarlo de algún modo, porque me miró con atención y dijo a media voz:

-
Como sé que harás lo que te pida con interés, te suplico que te marches ahora mismo, y digas a tus amigos que te lleven a casa.
Sentí que me enfadaba, pero la vergüenza sucedió al mal humor, y con un "...nas...ches", intentando decir "buenas noches", me retiré seguido de alguien, sin que pueda recordar lo que ocurrió hasta que me hallé en mi dormitorio, acompañado de Steerforth, que me desnudaba mientras yo repetía a intervalos que Inés era mi hermana, y que me llevaran un sacacorchos para descorchar otra botella.
Después, en mi lecho, en un sueño febril, agitado, sin un momento de reposo, creo que volví a repetir todo lo dicho.

Al día siguiente, cuando tuve conciencia de mis actos, sentí remordimiento y vergüenza, y me horroricé al pensar en las innumerables ofensas que debía haber causado, sin recordarlas siquiera. Pensé en Inés y en la amargura de no saber dónde estaba, a fin de visitarla. ¿Cómo estaba en Londres? ¿Dónde vivía? ¡Cómo me disgustaba haberla encontrado hallándome en aquel estado y sentirme imposibilitado de salir de casa y hasta levantarme del lecho! ¡Qué día más terrible!.